lunes, 3 de febrero de 2014

El Inicio de una Historia Compartida


Se suscitó un silencio sepulcral, nadie entendió qué había dicho Amada, sólo la profesora atinó a decirle:

-          Se siguen haciendo estudios al respecto, la arqueología todavía está en pañales… ¿Cuál es su nombre alumna?

-          Amada Cristina Reyes De Las Heras, señorita.


A partir de ese momento, supe que Amada era una alumna brillante. Muchas veces pensaba que estaba desperdiciándose entre nosotros y habría tenido mejor suerte de haber nacido en otro país, donde hubiese escuelas para genios. Me sentí muy afortunada de ser su amiga y más aún cuando supe que su casa estaba sólo a tres cuadras de la mía.

A la salida, nos reunimos con mi hermana Judith y la hermana mayor de Amada, llamada Julieta. Podíamos ir en la línea veintidós, pero preferimos tomar el büssing para viajar más cómodas. Aprovechando de paso, para ver a los chicos del Santo Tobías y del San Rafael. En el mismo carro viajaban las amigas de Julieta, que parecían mucho mayores que ella, hablaban a gritos con bulliciosas risotadas, haciendo alarde de sus aventuras románticas. Amada y yo conversábamos en voz baja y disfrutábamos nuestra compañía.

Cuando llegué a casa ese día, no podía creer lo que había pasado y lo bien que me había ido. Me sentía orgullosa de mi amistad con Amada. Quedamos en encontrarnos más tarde, exactamente a las cinco, en la panadería frente a la iglesia Metodista.


Nos encontramos según lo acordado, llegué con mi hermanito Robert, de allí Amada me llevó a su casa, conocí a su mamá y a toda la familia: la señora era muy bonita,  de piel clara y ojos color miel, había sido cantante de ópera en su juventud, descendiente directa de españoles, con título nobiliario de condesa -según me comentó Amada-. Julieta se parecía a su madre físicamente; Amada no tanto, pero tenía el carácter alegre y la locuacidad de la bella señora. Sus hermanos eran guapísimos, jamás había visto muchachos más bellos, parecía sin duda, que los habían sacado de una revista de artistas. Rodolfo el mayor, parecía un príncipe y yo me sentí su bella durmiente, pues mi vida hasta antes de ese momento había sido sólo un sueño y en mis sueños estaba él, montado en su caballo blanco con alas y lo veía frente a mí. Era un cuento de hadas hecho realidad. Su hermano Renancito era un mocoso bellísimo, que a sus escasos diez años había barrido con todas las chiquillas de la vecindad; totalmente diferente a Rodolfo, que en ese entonces tenía catorce años y era muy formal. Parece que Rodolfo había salido a su papá, quien se notaba un señor serio y trabajador -un completo caballero.

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