Se suscitó un silencio sepulcral, nadie entendió qué
había dicho Amada, sólo la profesora atinó a decirle:
-
Se siguen haciendo estudios al respecto, la arqueología todavía está en
pañales… ¿Cuál es su nombre alumna?
-
Amada Cristina Reyes De Las Heras, señorita.
A partir de ese
momento, supe que Amada era una alumna brillante. Muchas veces pensaba que
estaba desperdiciándose entre nosotros y habría tenido mejor suerte de haber
nacido en otro país, donde hubiese escuelas para genios. Me sentí muy
afortunada de ser su amiga y más aún cuando supe que su casa estaba sólo a tres
cuadras de la mía.
A la salida, nos
reunimos con mi hermana Judith y la hermana mayor de Amada, llamada Julieta. Podíamos
ir en la línea veintidós, pero preferimos tomar el büssing para viajar más
cómodas. Aprovechando de paso, para ver a los chicos del Santo Tobías y del San
Rafael. En el mismo carro viajaban las amigas de Julieta, que parecían mucho
mayores que ella, hablaban a gritos con bulliciosas risotadas, haciendo alarde
de sus aventuras románticas. Amada y yo conversábamos en voz baja y
disfrutábamos nuestra compañía.
Cuando llegué a casa ese día, no podía creer lo que había pasado y lo bien que me había ido. Me sentía orgullosa de mi amistad con Amada. Quedamos en encontrarnos más tarde, exactamente a las cinco, en la panadería frente a la iglesia Metodista.
Nos encontramos
según lo acordado, llegué con mi hermanito Robert, de allí Amada me llevó a su
casa, conocí a su mamá y a toda la familia: la señora era muy bonita, de piel clara y ojos color miel, había sido
cantante de ópera en su juventud, descendiente directa de españoles, con título
nobiliario de condesa -según me comentó Amada-. Julieta se parecía a su madre
físicamente; Amada no tanto, pero tenía el carácter alegre y la locuacidad de la
bella señora. Sus hermanos eran guapísimos, jamás había visto muchachos más
bellos, parecía sin duda, que los habían sacado de una revista de artistas. Rodolfo
el mayor, parecía un príncipe y yo me sentí su bella durmiente, pues mi vida
hasta antes de ese momento había sido sólo un sueño y en mis sueños estaba él,
montado en su caballo blanco con alas y lo veía frente a mí. Era un cuento de
hadas hecho realidad. Su hermano Renancito era un mocoso bellísimo, que a sus
escasos diez años había barrido con todas las chiquillas de la vecindad;
totalmente diferente a Rodolfo, que en ese entonces tenía catorce años y era
muy formal. Parece que Rodolfo había salido a su papá, quien se notaba un señor
serio y trabajador -un completo caballero.